Cultura

Historias de Barrio: Curitas

Siempre en cama, había dejado de hablar. Ella la cuidaba y mientras tanto reconocía que la vida pende de un hilo pero a veces ese hilo es increíblemente resistente.

Por Enriqueta Barrio (*)

 

Le ponía siempre, como culminación, unas hebillitas de carey a cada lado de la cabeza.

Al divino botón, se decía, si casi que no le queda pelo. Le había frotado fuerte el cuerpo con una toalla mojada y enjabonada. La movía concienzudamente, con seguridad, reconociendo cada sector y descubriendo nuevas huellas de la falta de movilidad.

La cama la erosionaba como el viento a las rocas, debilitándole los músculos hasta hacerlos casi desaparecer, afinándole la piel en los lugares de apoyo hasta que la ampolla predecía la escara por venir.

Con la ayuda de una palangana le lavaba el pelo ahí mismo, en la cama. Mientras le mojaba la cabeza recorría sus rasgos lindos, finos y transparentes.

Le había quedado una expresión de susto perpetuo, pero mientras le masajeaba el cuero cabelludo, entrecerraba los ojos, como si le gustase. Quién te dice… nunca se sabe.

Le encremaba todo el cuerpo, le cortaba las uñas. Le ponía talco en los pliegues más profundos y con la ayuda de una sábana transversal, la giraba con cuidado.

Ay, la espalda. El peso del cuerpo había hecho estragos en el coxis y la columna, aunque la girase cada dos horas. Las escaras habían avanzado tanto que dejaban al descubierto la carne viva y rosada, y se podían adivinar, ahí nomás, los huesos. Llenaba los huecos con azúcar, que ayudaba a cicatrizar. Casi un kilo por día se comía la carne ávida.

Le ponía un pañal limpio y seco. Vaciaba la bolsa de la sonda y la volvía a colocar, vacía y desinfectada.

Reconocía los diferentes olores y ya no le daban asco ni impresión. Hay un momento en la vida en que las cosas hay que hacerlas, sin pensar, solo hacerlas y ya.

Le aplicaba compresas de gasa en codos y talones, usando la menor cantidad posible de cinta adhesiva, para que no le lastimara la piel de papel de arroz que ahora tenía.

Una almohada entre las piernas evitaba que los huesos se limen entre sí. Qué flaquitas le habían quedado las piernas, tan lindas que las había tenido… las recordaba con las pantorrillas fuertes y duras, los tobillos finos, caminando a visitar al hermano al almacén, y verlos reírse, tan parecidos y felices.

La peinaba para atrás y la acomodaba en la almohada; la cara de pollo mojado y desvalido le estrujaba el corazón. Le decía frases cariñosas que no sabía si escuchaba: “Mirá qué lindo te quedó el pelo… precioso. Siempre tuviste un pelo lindo, como plumitas.”

Le recorría los rasgos que mutaban conforme la enfermedad avanzaba. Ahí estaba la cicatriz de cuando la mordió un perro de pequeña, que había permanecido obstinada a un lado de la nariz, dibujando una especie de cruz rojiza. El corpiño le había dejado también una huella permanente: un surco en los hombros, como todas las de la familia era tetona y rotunda. Cada vez se entendía más el esqueleto y se desdibujaba más el contorno del cuerpo.

Le frotó las muñecas con un poco de Colonia La Franco. Limpita y fresca, se dijo mientras la arropaba con las sábanas.

Ella se dejaba hacer sin oponer la menor resistencia.

Había dejado de hablar hacía ya casi un año, y nadie sabía si escuchaba, si reconocía, si recordaba. Solo cerraba los ojos para dormir y al abrirlos volvía la expresión de susto.

Bajó la persiana dejando que el sol se colase por las rendijas, dibujando líneas horizontales en la cama.

Salió de la habitación silenciosamente, entrecerrando un poco la puerta para que el ruido de la casa no la molestase. Afuera la vida seguía empujando y, aunque cada vez venían menos a verla y todos se iban acostumbrando a la paulatina desaparición de su abuela, siempre sonaba el timbre o caía una vecina a parlotear.

A veces se armaban unas discusiones en el living… porque eso sí: a ayudar venían poco y nada, pero para armar lío estaban siempre listos. La hija, no soportaba “ver así a mamá, te juro, me hace mal”, entonces las visitaba cada muerte de obispo.

Además era completamente inútil su presencia: le importaba solo charlar y contar lo triste de “su” situación, teniendo a su madre así, esperando la muerte. Y el hijo tampoco sumaba: ansioso por adueñarse de los pocos objetos que había en la casa, aprovechaba cada visita para desvalijarla, incluso llevándose comida de las alacenas.

Cuando ambos se cruzaban, la cosa ardía. Acusaciones y pases de factura ancestrales; echadas en cara y ofensas, egoísmos y celos, se volcaban a raudales en la sala, para terminar yéndose ambos sin haber ayudado en nada. A veces, en el fragor de la discusión, olvidaban incluso acercarse a la enferma, a quien se suponía iban a ver.

Eran esas instancias en que la Vida pone a prueba la templanza, la fuerza, la acción y el desprendimiento. Y en las que la mierda brota de debajo de las baldosas como si hubiese estado esperando ese momento durante siglos.

Aprendió tanto en esos meses…¿o fueron años?… Aprendió que a la Hora de la Verdad estamos solos en el mundo, que a muy pocas personas les interesa realmente algo más que sí mismos; aprendió que la vida pende de un hilo y que a veces ese hilo es increíblemente resistente, y que la Muerte aliviadora puede tardar mucho en llegar. Mucho más de lo justo y necesario.

Y aprendió tantas cosas sobre el cuidado de enfermos con Alzheimer, cosas tan importantes para ofrecer un poco de bienestar cuando todo es adverso: aprendió a curar, a abrigar, a alimentar, a reconfortar.

Cuando finalmente todo terminó, se dio cuenta de que lo aprendido, lo que ahora sabía, no podía quedar en el olvido, que debía servir para algo, porque le había costado mucho.

En esto pensaba, todo esto recordaba, mientras esperaba su turno con los papeles en la mano.

Los volvió a revisar: título del secundario, fotocopia del documento y la partida de nacimiento…sí, todo en orden. “Enfermería”, respondió segura cuando le preguntaron en que carrera se anotaba.

Y sintió la sonrisa de su abuela, dulce y agradecida, como cuando estaba sana, entibiándole el corazón.

 

(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora,  enriquetabarrio@gmail.com, en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.

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